miércoles, 2 de septiembre de 2009

El arte de las palabras


Muchos son los profesores que me han marcado a lo largo de mi trayectoria formacional, y es curioso ver que algunos de los mejores se encontraron condensados en los 2 años que duró mi estancia en el instituto Berenguer Dalmau: Inma Garrido, Lola Tarazona, Ana Valero, Concha Gil… Más tarde, en la universidad, he tenido a profesionales que jamás olvidaré de la talla de Brito, Verdugo, Marcelí, los gemelos Núñez, Amparo Latorre o Rosa de Frutos… Pero hoy desearía dedicarle mis humildes palabras de aficionada a la escritura a una persona que influyó muchísimo sobre mí y mi manera de pensar, que me hizo amar las palabras y me aficionó a jugar con ellas: mi profesor de castellano Carlos Campa.

Es cierto que tiendes a sentirte identificado con aquellos profesores que centran su docencia en aquella asignatura por la que sientes pasión. Concha Gil fue la primera “no-pseudoprofesora-de-biologia” que tuve, la idolatraba en parte y aspiraba algún día llegar a saber tanto de Ciencias de la Vida como ella sabía. Pero cuando una asignatura no despierta especialmente tu interés, hasta que llega alguien que te abre los ojos y te enseña a apreciar algún nuevo maravilloso campo de la sabiduría, entonces sientes gratitud y te alegras que por alguna mera cuestión burocrática del centro donde estudiabas, hubieran asignado a esa persona como profesor de tu curso.

Lo mismo me pasó con Eva Vila en 3º de la ESO: odiaba el inglés, me aburría y no lo comprendía. Al conocerla, me transmitió su pasión por la filología inglesa, por la típica pronunciación del inglés británico, y desde entonces, amé esa lengua.

Con Carlos me ocurrió lo mismo en 2º de Bachiller. Me habían comentado que la asignatura de Castellano en ese curso era mortífera, plagada de aburridos comentarios de texto que hacer y a la que debía añadírsele la presión de la inminente selectividad al acabar el curso.

Contra todo pronóstico, e invalidando todos aquellos testimonios, me lo pasé tremendamente bien mientras duró mi último año de instituto en aquellas clases. Si bien a veces escribía mis ideas solo para entretenerme, durante aquel curso descubrí que las palabras pueden ser utilizadas de manera extremadamente divertida para narrar el simple vuelo de una mosca, y convertir un cotidiano hecho sin ningún tipo de valor intelectual en una narración de una riqueza que puede calmar esas ansias de saber, de creatividad, de expresión… que muchas personas sentimos y necesitamos sacar a flote si no queremos que nuestro cerebro muera ahogado en un maremagnum de conceptos.

Carlos me enseñó a vivir por y para la Escritura de la misma manera que ya vivía por y para la Ciencia o el Arte (siempre con mayúsculas, por Dios!!). Cuando terminé aquel estresante año descubrí que me había convertido en una escritora compulsiva que almacenaba sus escritos de mil y un temas en su ordenador, y los guardaba como oro en paño aunque probablemente fuesen deprimentemente mediocres y jamás llegasen a publicarse.

Las clases con Carlos eran divertidas e ilustrativas a partes iguales, llenas de anécdotas lingüísticas o literarias, con textos a analizar que te hacían sentir como si estuvieras entreteniendo tu tiempo libre, y nunca realizando deberes que al día siguiente debieras de entregar. Todavía recuerdo el Castellano Viejo de Larra, que me arrancó más de una carcajada sonora y que sigue siendo uno de mis textos favoritos. O las narraciones que realizaba, tanto para la asignatura como para el periódico del instituto. Ahora las releo y tengo que reprimir impulsos pirómanos dirigidos hacia esos (mis) manuscritos: me horroriza mi pobreza de vocabulario, mis más que recurridos/socorridos/aburridos juegos de palabras, y me digo a mi misma que probablemente dentro de 10 años, cuando relea estas palabras, maldeciré el día en que desvergonzadamente decidí publicarlas y demostrar a aquellos que lo leyesen lo ilusa que era al creer que estaba escribiendo algo que merecía la pena ser publicado.

Pero escribimos para sacar algo que llevamos dentro, darle forma y acercarlo a otras personas, y así sentir que no somos pedazos de carne aislados de los demás, sino que estamos en conexión con nuestros contemporáneos.

Esa conexión que de vez en cuando estableces con personas que marcan tu personalidad o tus gustos, y a las que a partir de ese momento siempre recordarás con nostalgia.

No se si te comunicaré que he escrito este (quizá cursi) escrito (valga la redundancia). Pero si llegas hasta aquí así habrá sido, pues las probabilidades de que te topes con él de casualidad por la web son escasas.

Si acabas de leer esto, dos cosas a decirte: muchas gracias por haberme creado esa necesidad de escribir, aunque ahora sea una esclava de ello, y haber incrementado un poquito mis conocimientos literarios. Y la otra: ya sabes cual es mi blog ;)

Se despide,

Angeles!!


Foto: Una de esas maravillas de la vida que prende la chispa de mi inspiración, me cautiva con su misterio tan particular y me ayuda a evadirme cuando así lo deseo: Venecia y sus Carnavales.

2 comentarios:

  1. Pues entoces hay que darle las gracias a tu profe! si escribes gracias a él, por que hay que ver como escribes niña! jajaja
    La verdad es que es cierto que hay profesores que marcan un montón y te cambian.

    besos guapa
    tq

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  2. Angeles:

    Justo llegué a tu blog y me quedé a leer porque escribí en Ángel Poético un texto sobre las palabras en el día de hoy.

    Gracias por tu espacio. Te envío mis saludos!

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