lunes, 3 de septiembre de 2012

Ideas inconexas a final de verano.



Prácticamente ha terminado el verano. Y una vez más, he fracasado incumpliendo el propósito autoimpuesto a principios de él de leer un número odiseíco de libros aprovechando la ausencia de clases y exámenes. Mi parte racional me dice que no debo ser tan dura conmigo misma, pues no he empleado mi tiempo en balde y he estado haciendo cosas productivas como cumplir sobradamente con el número de horas de prácticas propuesto por el master que estoy a punto de terminar, o estudiar inglés para un examen cuyo precio de matriculación deja por completo descartada la posibilidad de no superarlo con éxito.
Sin embargo, mi parte más pasional está decepcionada conmigo misma, una vez más. Y cuanto más horas del tiempo de mi vida le dedico a mi imposible e huidizo amor, más consciente soy de que él, el conocimiento, es engañoso y traicionero. Cuando a penas has leído unos cuantos libros en tu vida, crees que te quedan otros cuantos por leer que te permitirán tener una opinión determinada sobre el mundo de la cultura. Pero esos libros te llevan a otros, y esos otros, a otros más allá, de manera que cada libro incorporado en tu conocimiento te abre exponencialmente a un horizonte de ilimitada literatura que sabes que está muy lejos del alcance de tu limitado tiempo, aunque vivas una vida mentalmente capaz, digamos, hasta los 80 años.
Pero, como bien me dijo un amigo mío, quizá la gracia esté ahí, en que todo amante de la lectura es consciente de que tiene la completa necesidad de elegir los libros que quiere leer, pues el tiempo libre que te quede hasta el fin de tus días es precioso, por extenso que sea: todo libro mal seleccionado provoca irremediablemente que un gran libro menos llegue a tu conocimiento.
A pesar de ello, debo decir que no me importa admitir que he leído, y mucho más, disfrutado libros como Angeles y Demonios, de Dan Brown, a quien una vez un crítico describió acertada y mordazmente como "escritor de literatura de aeropuerto".
Otros libros taquilleros y adictivos pero carentes de "moraleja" que han llegado a mis manos durante este tiempo han sido El prisionero del cielo (Carlos Ruiz Zafón) o El nombre del viento (Patrick Rothfuss).
Por otra parte he tenido el placer de leer Cien años de soledad (Gabriel García Marquez) por primera vez (y aventuro que no será la última), un libro que tres personas que cuentan con mi profunda admiración me recomendaron con ahínco y esmero.
Y como dirían algunos de mis amigos más frikis "I regret nothing" (no me arrepiento de nada) pues si bien la actitud con la que muchos eruditos desprecian todas aquellas obras que no sobrepasen la línea imaginaria que toda obra intelectualmente aceptable debe superar (y que ellos mismos han establecido) no me parece ni mucho menos sabia, pienso que todo aquel amante de la escritura debe ser completamente consciente de lo que el público demanda. Que prostituyan su pluma al voluble mundo de las masas o no, eso ya depende de la integridad, estrategia y/o posibilidades de cada uno.
Pero, como siempre digo, esta solo es mi muy discutible opinión.
Por ahora, voy a zambullirme de lleno en el inexplorado mundo de las distopías (sobra decir que inexplorado por mí), comenzando por 1984, de George Owell.